Ramón Vázquez y el edén recobrado

Ramón Vázquez y el edén recobrado

Adriana Herrera T.

Ramón Vázquez, el pintor que exhibe este mes en Cernuda Arte, no necesitó de esa visión oriental que prepara al artista para “pintar el paraíso… y entrar en él”. Ha estado contemplándolo desde siempre, como parte del suelo que pisa, de las frutas que come, de los árboles que toca, de las mansas bestias que acaricia en ese paraje de Viñales, en Pinar del Rio, Cuba, donde nació y vive con la convicción de que basta entrar en comunión con una porción de la tierra para aprender a ver incluso lo invisible.

Habita una casa construida por el mismo en la ladera de una colina desde la cual contempla los misteriosos mogotes de Viñales, esas tupidas elevaciones de la tierra, que en su pintura se asemejan a las alas de algún ángel enorme. Pintar el paraíso equivale para él, en el fervor creativo de sus 33 años, a recrear incesablemente ese único lugar que sus ojos han penetrados desde el origen de su propia historia. Esto importa más que su reciente exhibición en La Seine-Mer, de París, o que el premio que otorgó la Unión Europea a su imagen del Proyecto Laguna de Piedra.

Si todo contemplador ve en lo que mira, el espejo de sus propios ojos, en los de Ramón Vázquez la imagen más persistente es la de esa tierra que alguna vez estuvo sumergida bajo el mar, que tiene milenarios fósiles de criaturas que ya no existen incrustadas en sus rocas, y que se asemeja a las tierras de la promesa bíblica donde fluyen ríos de leche y miel.

El lugar edénico que su pintura recrea en un acto ritual de posesión y defensa –para que le siga perteneciendo, para que siga existiendo, de un modo intacto- es el paisaje del contemplador que se hace uno con lo que ve. Es Viñales, pero también es una topografía donde se funden las imágenes interiores del deseo, las representaciones de lo prodigioso y las visiones de la historia del arte sobre un estado donde coexisten inocencia y plenitud.

En ese único cuadro que pinta en su serie Existe el edén, hay frutas que contienen formas femeninas henchidas, criaturas marinas de cristal, redes de seda transparente, caracoles fálicos,  peces y lados en traslucidas fibras que se besan en la copa de los árboles, huevos gigantes en las praderas, serpientes entorchadas, hombres que se abrazan a la vegetación fantástica y escenas narrativas que vuelven a la historia del amor de pareja que precedió la creación del mundo antes de perder el paraíso.

La rotunda coherencia de su pintura es un reflejo de la unidad entre el universo de sus cuadros y su vida cotidiana, del tesón de una disciplina artística que se asemeja a la búsqueda oriental de representar una y otra vez una sola forma hasta transformarse en ésta. Vázquez pinta la misma Eva que inspira el amor en numerosos cuadros; el mismo guajiro que es su propio yo adánico –el hombre de la tierra no contaminada-; y lo rodea de una tierra donde la vegetación real está representada con una minuciosidad, comparable a la de los acuciosos copistas que acompañaron a los científicos de la Expedición Botánica.  

Pero este dibujante botánico capaz de trazar pétalo a pétalo las flores que la oscuridad vuelve invisible, va más allá del costumbrismo y de la pintura científica: tare a su universo las criaturas fantásticas del Bosco o la imaginación sin restricciones de Lewis Carroll, como parte de esa atmósfera de lo real-maravilloso que da forma al paisaje de trópico. El inconsciente al que honraron los surrealistas le permite igualmente oficiar bodas insólitas. Una pareja de amantes -ella desnuda, él vestido- se acuna sobre un gallo y un maravillosos árbol rojo brota para quienes son merecidos por el amor.

A diferencia de Gaugin, Ramón Vázquez no necesitó alejarse de su tierra para hallar ese paraíso que también persiguieron en sus pinturas Constable y Boucher. Y como Tomas Cole que dotó la pintura de paisaje de un contenido espiritual con elementos alegóricos, él pinta su devoción por la tierra con la tensión de dos fuerzas opuestas que alimenta su imaginería visual.

 La primera fuerza es la idealización de la naturaleza, con toda una geografía simbólica. Hay una visión inocente de la fertilidad y del erotismo en una tierra paradisiaca donde no faltan   ciertas criaturas fantasmagóricas: búhos-ratones, escalares translucidos, perros con patas de araña; pero a diferencia de las que aparecen en la obra de Remedios Varos, no presuponen amenazas sino invenciones de un reino donde todo es posible. La intención de su obra recuerda la de los tres hermanos Limbourg, maestros en las miniaturas góticas de manuscritos, que pintaron El jardín del edén en un gran círculo cerrado que contenía la imagen del mundo antes de la expulsión del paraíso.

 Pero en la obra de Vázquez también existe la tensión ante la degradación del paraíso. La aparición de un personaje con calzoncillos de punto y gorra de arlequín que primero surge con una insinuación aislada, en un cuadro como El rastro de un visitador fastidioso, se refuerza en la obra Tour de force, y se transforma en el tema central de www.turismo y desarrollo en los mogotes.com., un cuadro donde la parodia de la revolución al servicio del foráneo de aparta de las primeras obras, en las cuales la abundancia de la naturaleza y la existencia del amor son vías absolutas de refugio y hacen innecesaria la ironía.  Quizá por eso Vázquez retorna siempre a la idea de La visitación de Eros por Viñales, como si nada pudiera arrebatar el don que posee la mirada capaz de recibir y otorgar belleza, tanto de la tierra prodiga que habita, como del ser al que se ama.

Entre el 2002 y el 2005 su pintura gana en matices, en detalles, en destreza en el retrato de la luz diurna y noctámbula. Cuadros como Noche de amor o como Nocturno parecen recoger una atmosfera del edén donde el destello de las luciérnagas ilumina a los amantes o al guajiro que toca violín en la noche, embrujado por el canto de los mogotes. Sus minuciosas florestas azules nocturnales son aún más poderosas que las primeras imágenes de la abundancia en Viñales. Cuadros como Fría noche o La que se murió de frío y Odisea nocturnal, se apartan de lo idílico y se ensombrecen, pero siguen cumpliendo la actitud esencial de este pintor: defender fieramente su porción de bello.

Ramón Vázquez no necesita abandonar su casa para lograr la virtuosidad en el manejo del blanco, la capacidad de hacer flotar naturalmente elementos visuales que el espectador acepta como quien se acostumbra a aceptar el enlace entre los reinos de lo visible y lo invisible. En sus fondos de valles claros, en los ojos cerrados de sus peces translucidos, en su fantasmagoría marina superpuesta al tupido verde tropical pinta encantamientos. Libélulas, criaturas fosforescentes y veladuras son cosas que como el amor tornan ingrávido el mundo y hacen posible conjurar, en medio de todos los asechos, la imagen de un Paraíso reencontrado.

El Nuevo Herald

De la serie Bodas, 2015. Acrílico sobre tela. 35 x 25cm